jueves, 3 de junio de 2021

Con mi música y la Fallaci a otra parte.

Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez.
No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar clases en una licenciatura en comunicación.
Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla.
Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies.
Claro, es cierto, no todos son así.
Pero cada vez son más.
Hasta hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado durante 90 minutos -aunque más no fuera para no ser maleducados- todavía tenía algún efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya desgastado demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal. Pero hay algo cierto: muchos de estos chicos no tienen conciencia de lo ofensivo e hiriente que es lo que hacen.
Además, cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodismo ante gente que no lo consume ni le ve sentido a estar informado.
Esta semana en clase salió el tema Venezuela. Solo una estudiante en 20 pudo decir lo básico del conflicto. Lo muy básico. El resto no tenía ni la más mínima idea. Les pregunté si sabían qué uruguayo estaba en medio de esa tormenta. Obviamente, ninguno sabía. Les pregunté si conocían quién es Almagro. Silencio. A las cansadas, desde el fondo del salón, una única chica balbuceó: ¿no era el canciller?
Así con todo.
¿Qué es lo que pasa en Siria? Silencio.
¿De qué partido tradicionalmente es aliado el PIT-CNT? Silencio.
¿Qué partido es más liberal, o está más a la "izquierda" en Estados Unidos, los demócratas o los republicanos? Silencio.
¿Saben quién es Vargas Llosa? ¡Sí!
¿Alguno leyó alguno de sus libros? No, ninguno.
Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales.
En un ejercicio en el que debían salir a buscar una noticia a la calle, una estudiante regresó con esta noticia: todavía existen kioscos que venden diarios y revistas.
En la Naranja Mecánica, al protagonista le mantenían los ojos abiertos con unas pinzas, para que viera una sucesión interminable de imágenes, veloces, rápidas, violentas.
Con la nueva generación no se necesitan las pinzas.
Una sucesión interminable de imágenes de amigos sonrientes les bombardea el cerebro. El tiempo se les va en eso. Una clase se dispersaba por un video que uno le iba mostrando a otro. Pregunté de qué se trataba, con la esperanza de que sirviera como aporte o disparador de algo. Era un video en Facebook de un cachorrito de león que jugaba.
El resultado de producir así, al menos en los trabajos que yo recibo, es muy pobre. La atención tiene que estar muy dispersa para que escriban mal hasta su propio nombre, como pasa.
Llega un momento en que ser periodista te juega en contra. Porque uno está entrenado en ponerse en los zapatos del otro, cultiva la empatía como herramienta básica de trabajo. Y entonces ve que a estos muchachos -que siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- los estafaron, que la culpa no es solo de ellos. Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo.
Entonces, cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va bajando la guardia.
Y lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera brillante.
No quiero ser parte de ese círculo perverso.
Nunca fui así y no lo seré.
Lo que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible.
Justamente, porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase grandes ejemplos del periodismo, esos que le encienden el alma incluso a un témpano. Este año, proyectando la película El Informante, sobre dos héroes del periodismo y de la vida, vi a gente dormirse en el salón y a otros chateando en WhatsApp o Facebook.
¡Yo la vi más de 200 veces y todavía hay escenas donde tengo que aguantarme las lágrimas!
También les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la vida resultó. Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente: primero tenés que contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de las Malvinas, en qué momento histórico la corajuda periodista italiana se sentó frente al dictador.
Les expliqué todo. Les pasé el video de la Plaza de Mayo repleta de una multitud enloquecida vivando a Galtieri, cuando dijo: "¡Si quieren venir, que vengan! ¡Les presentaremos batalla!".
Normalmente, a esta altura, todos los años ya había conseguido que la mayor parte de la clase siguiera el asunto con fascinación.
Este año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando su Facebook. Todo el año estuvo igual.
Llegamos a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Ellos querían que terminara la clase.
Yo también.

Enlace post: http://leonardohaberkorn.blogspot.com/2015/12/con-mi-musica-y-la-fallaci-otra-parte.html
Fotograma: La Naranja Mecánica.

lunes, 4 de enero de 2021

Los Reyes son los padres.

El pasado año supuso un duro golpe para el juancarlismo, curiosa variante del fanatismo monárquico, ese guisote a mitad de camino entre la zarzuela y la fabada que estuvo cociéndose a fuego lento durante unas cuatro décadas. El juancarlismo surgió al unísono con el destape, ese cine bufo made in Spain repleto de señoras en pelotas, bingos, casinos, piscinas, yates y jeques árabes. Nadie se daba cuenta, pero en aquellas películas de brocha gorda se estaba escribiendo la verdadera historia de la Transición, una interminable españolada con su Jesús Gil y su Rumasa, su Mario Conde y sus Albertos, su Roldán y su Corcuera. La verdad, era muy difícil imaginarse a Alfredo Landa de ministro del Interior, ordenando la patada en la puerta, y más aun a Fernando Esteso de director de la Guardia Civil, en calzoncillos, borracho perdido y rodeado de putas.
A pesar de ser protagonista principal de la función, el juancarlismo ha tardado mucho más en incorporarse al elenco, probablemente porque el destape, en su caso, funcionaba a la inversa: mientras las señoras se destapaban enseñando hasta el peroné, al juancarlismo le iban tapando todas las vergüenzas una detrás de otra. Esta larga y complicada operación de cirugía estética iba funcionando bastante bien, demostrando la habilidad de los distintos poderes -legislativo, ejecutivo, judicial y periodístico- en el sutil manejo del bisturí y la palangana. No fue hasta la abdicación que el estriptís borbónico empezó a ir soltando lifting tras lifting y prenda tras prenda -un elefante tiroteado, un oso borracho apuntillado, una barragana pagada con dinero público- para terminar como suelen terminar los líos de los poderosos con la hacienda española: en Suiza.
Aun así, daban igual las pruebas de delito fiscal y comisiones más que dudosas, ya que los juancarlistas más recalcitrantes buscaron un refugio antiaéreo a prueba de evidencias: el felipismo. Es curioso porque la inmensa mayoría de juancarlistas habían dicho una y mil veces que ellos no eran exactamente monárquicos, sino juancarlistas, es decir, creyentes a pies juntillas en la ficción de un monarca bonachón y campechano que no se enteraba de nada, ni de los banqueros voraces que le rondaban alrededor, ni de las amigas íntimas que se le colaban en su cama. Recurrían a la misma estrategia de esos niños que no quieren crecer y que siguen creyendo en los Reyes Magos, parapetados en una fe ciega y sordomuda.
Todavía recuerdo aquel día de Reyes en que mi hermano y yo descubrimos, a los pies de la cama, un trozo de carbón adornado con una tarjeta que señalaba donde podíamos encontrar los regalos. El mosqueo fue enorme porque la caligrafía, ya fuese de Melchor, Gaspar o Baltasar, era clavada a la letra de nuestro padre. Sin embargo, decidimos hacer caso omiso y al año siguiente volvimos a mandar la carta al triunvirato real, con un pequeño avance postal a Papá Noel, por si podía echar una mano. Tiene que ser agotador continuar manteniendo la fábula con hijos y nietos a cuestas, pero a Juan Carlos le sirve el recurso de que el 5 de enero, día en que se celebra la Epifanía del Señor, es su cumpleaños. Este año, además, desde Abu Dhabi.
David Torres.
Enlace Post:  https://blogs.publico.es/davidtorres/2021/01/04/los-reyes-son-los-padres/
Viñeta de Bernal para la revista El Jueves

viernes, 1 de enero de 2021

El año en que fuimos Homer Simpson.

El 2020, el año que dejamos atrás, es el último de la década, mientras el 2021 que acabamos de estrenar viene a ser, en sentido estrictamente matemático, el primero de los años 20. No sé si esto servirá de consuelo a los fanáticos de la numerología, probablemente no, aunque también es cierto que nadie vio venir la catástrofe alojada en la bicicleta de los dígitos, y eso que el 20, según la particular exégesis del bingo, significa "la Fiesta". Doble fiesta, en este caso. No hubo cuartetas de Nostradamus que lo anunciaran, ni profecías mayas, ni siquiera un episodio de los Simpson: a lo mejor por eso la gente se ha puesto a maldecir el año confundiendo causa y efecto, el alivio irracional con las ganas de perderlo de vista. No obstante, sospecho que el 2020 no tuvo mucho que ver, pobrecito, con la deforestación general, la destrucción de ecosistemas, la tala indiscriminada y el comercio con animales exóticos, principales causas de la propagación del coronavirus, según los expertos.
De hecho, hay un episodio de los Simpson que profetiza, si no el coronavirus, sí el grueso de nuestra reacción hacia estos 365 días nefastos que acabamos de dejar a la espalda. Es el momento en que está a punto de producirse la fisión del núcleo en la central de Springfield y Homer Simpson, encargado de la seguridad, no atiende a las alarmas porque está muy ocupado jugando no recuerdo si con un cubo de Rubik o con un pajarito mecánico. Cuando las alarmas saltan y la catástrofe resulta inevitable, Homer apunta con el dedo al cacharro de sus desvelos y suelta un alarido: "¡Tú, tú tienes la culpa, juguete maldito!"
Hay gente que opina que la pandemia es obra de un experimento biológico que se fue de las manos en un laboratorio de Wuhan, gente que culpa a las manifestaciones feministas del 8-M y gente que ya directamente cree que todo ha sido fruto del gobierno de coalición, empeñado en salvar el sistema público de pensiones al estilo Treblinka. Lo bueno de las conspiraciones es que te ahorran la enojosa tarea de pensar. A la humanidad -dicho así, en bloque- nunca se le ha dado muy bien asumir responsabilidades, quizá por eso Homer Simpson nos cae simpático. Lo que les hemos hecho a los bosques, al medio ambiente, a los pangolines y a los murciélagos resulta difícil de entender, así que lo mejor es hacer caso a aquellas tres lecciones magistrales que le impartía Homer a Bart, resumidas en tres frases: "Yo no he sido", "Buena idea, jefe" y "Ya estaba así cuando llegué".
Como el optimismo nunca falla, la gran idea motriz de la pandemia era que el mal trago iba a ayudarnos a ser mejores, aunque no especificaba exactamente mejores en qué. Al cabo de varios meses, después de caceroladas tres estrellas, campañas de antivacunamiento y teorías sobre microchips en la sangre, quedó meridianamente clara aquella sentencia de Spinoza según la cual cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, de manera que los científicos se esforzaron en sacar una vacuna, los médicos en curarnos, los políticos en sacar rédito y los tontos en ser más tontos. Con no poca xenofobia, se habló del "virus chino" porque la enfermedad se originó allí, aunque el razonamiento tiene la misma lógica que echarle la culpa al Brexit de la cepa procedente de Gran Bretaña.
A pesar de la crisis mundial y el descalabro económico, la pandemia también ofreció oportunidades de negocio inéditas, especialmente en el mundo de la paquetería a domicilio, demostrando que la película que descarriló definitivamente la carrera de Kevin Costner, Mensajero del futuro, llegó demasiado pronto. No entiendo todavía cómo nadie ha aprovechado la idea de la party-bike, esa bicicleta múltiple donde un montón de jóvenes van pedaleando por la ciudad al tiempo que se emborrachan como piojos. El concepto de pedal al unísono serviría no sólo para animar el maltrecho sector turístico sino también para organizar reuniones de trabajo, conferencias de prensa y lecturas de poesía: yo mismo podría haber presentado mi última novela en una de estas bicicletas alcohólicas y hasta habrían sobrado plazas.
Según el horóscopo chino, este último 2020 fue el Año de la Rata -murciélagos no hay, aunque sí dragones- una señal que, según los expertos, tampoco significa absolutamente nada. 

 David Torres

Enlace Post: https://blogs.publico.es/davidtorres/2021/01/01/el-ano-en-que-fuimos-homer-simpson/